“Devoción” significa “entrega”,
don de nosotros mismos a alguien. Es
decir, somos devotos de la Virgen si nos entregamos enteramente a Ella y, por
Ella, a Dios. Y ¿qué es lo que debemos
dar a la Virgen al decir que nos entregamos enteramente a Ella? Todo nuestro ser, comenzando por el
alma. Nosotros damos a la Virgen nuestra
inteligencia con la veneración más
profunda, nuestra voluntad con
nuestra confianza absoluta en Ella, nuestro corazón
con el amor más filial y, todo
nuestro ser con la imitación de sus virtudes. Veámoslo por partes, sabiendo que la Iglesia
nos orienta en este camino.
1)
VENERACIÓN PROFUNDA: Esta veneración se funda en la dignidad de Madre de Dios, el don más
grande que María ha recibido, y en las consecuencias que de ella se
derivan. Nunca podremos estimar
demasiado a Aquella que el Verbo
Encarnado reverencia como Madre; que el Padre
contempla amorosamente como Hija predilecta; que el Espíritu Santo mira como su santuario. El Padre
la trata con el máximo respeto, enviándole un ángel que la saluda “llena de
gracia” y le pide su consentimiento para la Obra de la Encarnación. El Hijo
la venera y la ama como a Madre y la obedece. El Espíritu Santo viene a Ella y la ama como a su Esposa o a su Templo. Así que, venerando a María, no hacemos otra
cosa que asociarnos a las tres Divinas Personas y estimar lo que ellas
estiman. Que nuestra inteligencia contemple así a María y la venera
profundamente.
2)
CONFIANZA ABSOLUTA: Nuestra confianza se funda en el poder y en la bondad de María. Su poder de intercesión es muy grande, ya
que Dios no quiere rehusar nada que le pida Aquella a quien venera y ama más
que a todas las criaturas. Es justo:
habiendo dado a Jesús la naturaleza humana con la que pudo merecer nuestra
salvación, y habiendo colaborado como “asociada”
con sus actos y sus sufrimientos en
la Obra de nuestra Redención; por eso llamamos a María “omnipotencia suplicante”: lo puede todo por medio de sus súplicas
al Padre, a su Hijo y al Espíritu Santo.
Y en cuanto a la bondad, es la
de una Madre que derrama sobre sus hijos, miembros de Cristo, todo el afecto
que tiene para con Jesús. Ella nos ve en
Jesús y nos ama con aquel corazón que Dios preparó en Ella para que amase de un
modo digno a su Hijo-Dios. Confianza absoluta tengamos en María,
nuestra Madre y Madre de Dios, con cuya protección y ayuda podemos contar siempre.
3)
EL AMOR: Amor
filial, lleno de candor, de sencillez, de ternura y de generosidad. María es la más amable de las madres, porque
Dios la pensó, la destinó, la preparó y la hizo Madre de su Hijo; y por eso le
dio todas las cualidades que hacen amable a una persona: la delicadeza, la
finura, la bondad, la abnegación de una madre.
Pero, al ser la Madre de Jesús,
quedaba constituida también Madre nuestra, que formamos con Jesús el Cuerpo
de Cristo: somos hermanos de Jesús. Por
tanto, hemos de sentirnos amados por Ella, por esta Madre singular. Y, en consecuencia, debemos amarla con todo
nuestro corazón. Nuestro corazón debe amar a María como a la mejor de las madres;
esforzarse por pensar en Ella, por agradarla, por hacerla amar de otras
personas.
4)
LA IMITACIÓN DE SUS VIRTUDES: Si realmente estimamos y veneramos a María,
tal como es, tan llena de gracias y de virtudes, verdadero retrato de su Hijo
Jesús, nos esforzaremos en imitarla, para
tener también nosotros esas mismas virtudes tan gratas a Dios. Sería una contradicción que la veneráramos
por sus grandes cualidades, gracias y virtudes, y luego nos dejáramos llevar de
las malas inclinaciones provenientes del pecado original. Por eso, la
verdadera devoción a María exige que todo nuestro ser responda con la imitación
de sus virtudes.
José Antonio Rico, SDB