Desde el primer encuentro, María Auxiliadora marca la historia vocacional de Eusebia, como ella misma narra: Un domingo en que salíamos de la iglesia de los jesuitas (la famosa Iglesia de la Clerecía en Salamanca) adonde habíamos ido a oír un sermón con muchas otras chicas, vi pasar una procesión y pregunté qué procesión era. Me dijeron que era María Auxiliadora que salía de la casa de los salesianos. Entonces esperé para verla. Cuando llegó al sitio donde yo estaba, la colocaron delante de mí y al ver a María Auxiliadora yo me sentí atraída hacia ella. Me puse de rodillas y con mucho fervor le dije: “Tú sabes, Madre mía, que lo que yo deseo es agradarte, ser siempre tuya y hacerme santa”. Y eso lo dije con tanto fervor que las lágrimas corrían por mis mejillas. “Tú sabes, Madre mía, que si yo pudiera y tuviera dinero entraría en alguna casa y me haría religiosa para servirte mejor, pero soy pobrecita y no tengo nada”. Pero en mi interior sentía algo muy grande; el consuelo y la satisfacción que experimentaba me hacían derramar
lágrimas abundantes. No habían transcurrido ni siquiera quince días cuando me encontré donde las salesianas y, al entrar, la portera Sor Concepción Asencio nos acompañó a la capilla. Allí me encontré con María Auxiliadora y al verla sentí algo muy grande que no puedo explicar y caí de rodillas a sus pies. Sentí en mi interior que me decían: “Aquí es donde yo te quiero”.
EL SECRETO DESEO
Las Hijas de María Auxiliadora deciden pedirle que colabore con la comunidad. Eusebia acepta de muy buena gana. Ayuda en la cocina, acarrea leña, se preocupa de la limpieza de la casa, extiende en el patio la ropa lavada, acompaña al grupo de estudiantes a la escuela y atiende a otros encargos en la ciudad.
El deseo secreto de Eusebia de consagrarse enteramente al Señor enciende y sustancia ahora más que nunca su oración y cada una de sus acciones. Dice: “Si cumplo con diligencia mis deberes le daré gusto a la Virgen María y lograré un día ser hija suya en el Instituto”. No se atreve a pedirlo, por su pobreza y falta de instrucción. No se juzga digna de una gracia semejante. Pero la superiora visitadora, a la cual se confía, la acoge con bondad maternal y la tranquiliza: “No te preocupes por nada”. Y con gusto, en nombre de la Madre General, decide aceptarla.
La envían a la casa de Valverde del Camino, pequeña ciudad que entonces contaba con 9.000 habitantes, situada en el extremo suroeste de España, zona minera de Huelva (Andalucía), hacia el confín de Portugal. Las chicas de la escuela y del oratorio, en el primer encuentro, no esconden cierta desilusión: la nueva hermana es más bien insignificante, pequeña y pálida, no brilla por su belleza, tiene manos gruesas y, además, tiene un nombre feo.
Eusebia, en cambio, goza al “hallarse en la casa del Señor todos los días de su vida”.
LA BIENAVENTURANZA DE LOS PEQUEÑOS
Las pequeñas que frecuentan la casa de las hermanas quedan captadas muy pronto por sus narraciones de hechos misioneros, de vidas de santos, de anécdotas de la vida de Don Bosco, que ella recuerda gracias a una memoria feliz y sabe presentar de forma atrayente e incisiva, con la fuerza de un sentir convencido y de una fe sencilla. A las pequeñas se unen, poco a poco, las adolescentes más pilluelas, luego las mayores más críticas y exigentes, que perciben junto a esa monjita la irradiación de una realidad desconocida. Y se habla ya en forma explícita de santidad, también fuera del oratorio. Al patio entran, y se detienen con abierto interés, también los padres de las oratorianas, otros adultos, después los jóvenes seminaristas buscando consejos. Algunos años más tarde muchas de esas chicas se encontrarán entre las postulantes de las Hijas de María Auxiliadora en Barcelona-Sarriá. Y a madre Covi, la inspectora que, sorprendida por tantas vocaciones, pregunta: “¿Qué pasa en Valverde?”, contestarán que hay una cocinera con asma que cuenta a las chicas unos cuentos hermosos.
Más tarde serán también sacerdotes los que acuden a esta humilde hermana desprovista de doctrina teológica, pero con el corazón rebosante de la sabiduría de Dios. A estas alturas es todo un florecer de hechos y anécdotas que corren de boca en boca. Seminaristas, hermanas, sacerdotes, chicas iban a consultar acerca de su porvenir a Sor Eusebia mientras ella extendía en el huerto la ropa que acababa de lavar, o pelaba en la cocina las patatas. Y ella tranquila aconsejaba, predecía el futuro, animaba una vocación auténtica, desalentaba una falsa. A quien le preguntaba cómo sabía esas cosas, respondía con una frase que Don Bosco había repetido muchas veces: “He soñado”.
Todo, en Sor Eusebia, refleja el amor de Dios y el fuerte deseo de hacerlo amar: sus jornadas laboriosas son de transparencia continua, los temas preferidos de sus conversaciones lo confirman. En primer lugar el amor de Jesús por todos los hombres. Las santas llagas de Jesús es el libro que Sor Eusebia lee cada día y en el que se inspira en forma didáctica a través de una pequeña y sencilla “corona” que a todos aconseja. En sus cartas se vuelve apóstol de la devoción al Amor misericordioso. El otro “polo” de la piedad vivida y de la catequesis de Sor Eusebia está constituido por la “auténtica devoción mariana” enseñada por san Luis M. Grignon de Montfort. Será esta el alma y el arma del apostolado de Sor Eusebia durante todo el tiempo de su breve existencia. Destinatarios: chicas, jóvenes, mamás, seminaristas, sacerdotes.
Cuando, al inicio de los años ‘30, España está entrando en los espasmos de la revolución causada por la violencia de los sin-Dios orientados a la destrucción de la religión, Sor Eusebia no duda en llevar a las últimas consecuencias su principio de disponibilidad, lista a despojarse literalmente de todo. Se ofrece al Señor como víctima por la salvación de España, por la libertad de la religión. La víctima es agradable a Dios.
D. PASCUAL CHÁVEZ
RECTOR MAYOR