Era ella
y nadie lo sabía,
pero cuando pasaba
los árboles se arrodillaban.
Anidaba en sus ojos
el Ave María,
y en su cabellera
se trenzaban las letanías.
Era ella.
Me desmayé en sus manos
como una hoja muerta,
sus manos ojivales
que daban de comer a las estrellas.
Por el aire volaban
romanzas sin sonido,
y en su almohada de pasos
me quedé dormido. Amén.