Déjame, Soledad, que te acompañe,
pues grande, más que el mar, es tu quebranto.
Deja que la amargura de tu llanto
con mis manos la achique yo y la empañe.
Déjame, Soledad, que tu agonía
sea yo quien la viva y la padezca,
que, junto a ti, mi soledad merezca
el dulce alivio de tu compañía.
Recuerda, Soledad de soledades,
que fuiste confiada a mi cuidado
por tu Hijo en el trance de la muerte.
Él me fió también a tus bondades.
Toma mis manos, Soledad doliente.
Yo me quedo en las tuyas cobijado.
Amén.