Vos, gloriosa Madre,
que le dais el pecho,
recogednos las perlas
que vierte gimiendo;
que por ser de sus ojos
no tienen precio.
Cuanto sus ojos miraren,
veremos fértil y lleno,
la tierra de alegres frutos,
de serenidad del cielo.
Cesará el rigor del rayo
y la amenaza del trueno;
pondrá a los pies de la paz
la venganza de sus trofeos.
Obrad, lágrimas suaves,
nuestro general remedio,
y salgan de suspensión
la esperanza y el deseo.
Niño divino y humano,
pues venís para volvernos
a la gacia, que al principio
nos quitó el primer exceso,
comience a esparcir sus glorias
la unión de los dos extremos;
porque el odio y el amor
no caben en un sujeto.
En vuestras lágrimas hierve
la calidad del afecto;
haced que el orbe se abrase
entan amoroso incendio.
Vos, gloriosa Madre,
que le dais el pecho,
recogednos las perlas
que vierte gimienod;
que por ser de sus ojos
no tienen precio.
Amén.
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