jueves, 26 de febrero de 2009

CIEN AÑOS RENDIDOS A TUS PLANTAS


El pasado viernes 13 de febrero, tuvo lugar la apertura del Centenario de la Asociación de María Auxiliadora de San Vicente-Sevilla, con una Solemne Eucaristía en la Iglesia Conventual de San Antonio de Padua, presidida por el Rvdo. P. Don Francisco Ruiz Millán, SDB, Inspector de la Inspectoría Salesiana de María Auxiliadora.
Durante la celebración de la misma, tuvo lugar la presentación y bendición del cartel del Centenario, que ha sido elaborado por Agustín de la Torre Zarazaga, profesor del Colegio. Bajo el lema "Cien años rendidos a tus plantas" se recordó la gran labor que esta Asociación, así como tantas personas anónimas y conocidas han hecho por propagar la devoción a nuestra Madre Auxiliadora en esta Casa Salesiana y en el barrio de San Vicente y San Lorenzo. Al acto asistió la Inspectora, Sor Mª del Rosario García Ribas, (que conoce Pozo del Camino), y que junto con la Presidenta de la Asociación, Dª Pilar Benítez Aguilar, fueron las encargadas de descubrir el hermoso cartel.
También asistieron representantes de hermandades, ADMA, Hijas de María Auxiliadora, miembros de la Familia Salesiana, padres, madres, jóvenes, alumnos y muchas personas cercanas y queridas a la Virgen Auxiliadora.
¡¡FELICITAMOS DESDE AQUÍ A LA ADMA DE SAN VICENTE!!
¡¡ÁNIMO A LOS POZOCAMINEROS, YA QUEDA MENOS PARA NUESTRO CENTENARIO!!

MÁRTIRES SALESIANOS



Luis Versiglia y Calixto Caravario, mártires salesianos

Junto con ellos, otros 118 mártires, fueron asesinados en China a lo largo de casi tres siglos (1648 1930). El grupo de los mártires está compuesto por 87 chinos, 13 franceses, 12 italianos, 6 españoles, 1 belga y 1 holandés. Abarca personas de todas las edades: de los 9 a los 79 años.


Pertenecen a 7 congregaciones religiosas:

Orden de los Hermanos Predicadores (6), Sociedad para las Misiones extranjeras de París y socios (24), Congregación de la Misión (1), Orden de los Frailes Menores (30), Compañía de Jesús (56), Instituto Pontificio para las Misiones en el Extranjero (1), Salesianos de Don Bosco (2).


El grupo lo forman 70 seglares, 6 obispos, 23 sacerdotes, 8 religiosos, 7 seminaristas y 6 Franciscanos Seculares. Fueron beatificados en un período que va de 1893 a 1983. Los más recientes son nuestros protomártires salesianos, beatificados por Juan Pablo II el 15 de mayo de 1983.


Desde pequeño, Luis Versiglia cultivaba el sueño de las misiones. En 1906, este sueño se realiza y, a los 33 años, es el responsable de la primera expedición a China del primer grupo salesianos. Trabajo en Macao, donde es llamado "padre de los huérfanos" y donde se le aprecia como director espiritual. En 1920 es elegido como Obispo de Schiu-chow, en la región del Kwangtung, al sur de la China, en un período de graves tensiones sociales y políticas que sacudirán cada vez más las misiones católicas.


Entre Monseñor Luis Versiglia y Don Calixto Caravario puede encontrarse el hilo conductor de una promesa que los unirá para siempre en el martirio. En 1919, Calixto, joven clérigo salesiano, manifestó al obispo su voluntad de reunirse con él cuanto antes en las misiones de China. La promesa se realizó diez años más tarde: Calixto fue ordenado sacerdote de manos de Monseñor Versiglia. Su sacerdocio fue muy breve, apenas ocho meses, que celebrará definitivamente con su último y solemne ofertorio: su propia vida.


Los dos santos fueron asesinados el 25 de febrero de 1930, en Lai-Tau-Tsui.Viajaban en barca por el río Lin-chow junto con tres hombres, cuatro mujeres, -tres de las cuales eran jóvenes-, y a las personas de la tripulación. Fueron detenidos por una banda compuesta por unos diez hombres en busca de dinero y de objetos de valor pero, cuando éstos notaron la presencia de las jóvenes, dirigieron toda su atención a ellas. Los dos misioneros intuyeron las intenciones de los bandidos y se opusieron con decisión, pero fueron golpeados y asesinados por su resistencia en la defensa del honor de las tres muchachas. En el momento de morir, suplicaron a Dios el perdón para aquellos asesinos.


Los protomártires salesianos, junto a los otros mártires del grupo, constituyen la expresión del servicio misionero universal de la Iglesia. Su martirio ha unido a cristianos chinos y extranjeros, seglares y sacerdotes, hombres y mujeres de todas las edades; signo de que la fe cristiana sabe superar las fronteras nacionales y raciales y procura crear una sola comunidad de santos que celebra con Dios la liturgia celestial.


Los mártires chinos son los primeros santos canonizados pertenecientes a la región más populosa del mundo.

miércoles, 25 de febrero de 2009

SOBRIEDAD CUARESMAL
















MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA CUARESMA 2009



"Jesús, después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,2)

¡Queridos hermanos y hermanas!



Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor —la oración, el ayuno y la limosna— para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón pascual). En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.



Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que “el ayuno ya existía en el paraíso”, y “la primera orden en este sentido fue dada a Adán”. Por lo tanto, concluye: “El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia” (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar “para humillarnos —dijo— delante de nuestro Dios” (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: “A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos” (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.



En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que “ve en lo secreto y te recompensará” (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de “no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”, con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.
La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: “El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica” (Sermo 43: PL 52, 320, 332).
En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una “terapia” para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no “vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos” (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía “retorcidísima y enredadísima complicación de nudos” (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La utilidad del ayuno, escribía: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura” (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.



Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: “Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. Enc. Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.



Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: “Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia – Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención”.
Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. Enc. Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en “tabernáculo viviente de Dios”. Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.



Vaticano, 11 de diciembre de 2008

BENEDICTUS PP. XVI